La ubicación
en la que se levantó no fue casual: cerca de las tres colinas donde nació la
ciudad, junto al caudaloso Tormes y en plena ruta de la Vía de la Plata, el
puente se convirtió en paso obligado para personas, animales y mercancías. Era
mucho más que un cruce: era la puerta de entrada a Salamanca y la arteria que
la conectaba con Mérida y Astorga.
Sólido y
resistente, el puente ha sobrevivido al paso del tiempo y a las embestidas del
río, aunque no sin cicatrices. Sus 27 arcos —de los cuales los 14 más próximos
a la ciudad son de origen romano, construidos en granito, y los restantes de
piedra arenisca, levantados entre los siglos XII y XIII— muestran a simple
vista la huella de su historia.
El tramo
romano, con más de 200 metros, revela la maestría técnica de aquellos
ingenieros que supieron dominar un río imprevisible.
Las riadas, sin embargo, han sido su mayor enemigo. La de 1256, conocida como la “riada de los Difuntos”, dañó trece arcos del margen izquierdo; la de 1626, la más devastadora, dejó en pie apenas quince. A pesar de ello, siempre hubo manos dispuestas a reconstruirlo, conscientes de que el puente era vital para la vida de la ciudad. En ocasiones, se improvisaron pasarelas de madera para mantener la conexión mientras se reparaba.
Más allá de
su valor práctico, el puente pronto se cargó de un profundo simbolismo. En el
escudo de Salamanca aparece junto al toro, como recordatorio de la herencia
prerromana y romana que moldeó la ciudad. En los relatos y crónicas medievales
se le menciona con frecuencia, y hasta el Lazarillo de Tormes lo
inmortalizó en sus páginas. En 1931, su importancia fue reconocida oficialmente
al ser declarado monumento nacional.
Las
leyendas, como siempre ocurre con las grandes obras, tampoco tardaron en
surgir. Una cuenta que fue el propio Hércules quien lo construyó, apoyándose en
la aparición de una medalla con la imagen del héroe. Otra enlaza su origen con
el toro del puente y con el árbol, símbolos que la tradición popular asoció
desde antiguo a Salamanca.
Hoy, el
puente romano sigue siendo mucho más que piedra y arco. Es la memoria viva de
un pueblo que, a lo largo de los siglos, supo resistir, levantarse tras cada
riada y mantener intacto el orgullo de su pasado. Caminar por él no es solo
cruzar el Tormes: es recorrer más de dos mil años de historia, sentir la huella
de Roma y reconocer, en su silueta, el espíritu eterno de Salamanca.
El toro del
puente
Pocos salmantinos conocen que la escultura más antigua de la ciudad vivió una historia accidentada: permaneció casi treinta y tres años olvidada en el fondo del río y, después, pasó ochenta y siete más errante, trasladada de un sitio a otro, antes de recuperar su lugar original. Se trata del célebre «toro del puente», un verraco prerromano que Salamanca convirtió en símbolo y que hoy preside su escudo.
Durante
siglos se pensó que había custodiado sin interrupción la entrada sur de la
ciudad. Sin embargo, la verdad fue muy distinta. A mediados del siglo XIX, en
un clima de exaltación liberal tras la muerte de Fernando VII, un equívoco
revisionismo histórico llevó a decretar su «abolición». En 1834, el gobernador
José María Cambronero ordenó derribarlo, convencido de que Carlos V lo había
colocado allí como castigo tras la revuelta comunera. La orden terminó por destrozar
la escultura, que quedó partida en tres fragmentos.
Rescatada en
1867, la pieza fue trasladada a distintos museos hasta que, finalmente, regresó
al puente en 1954, coincidiendo con el cuarto centenario de la publicación del Lazarillo
de Tormes, obra que ya mencionaba al verraco.
Aunque decapitado, el animal figura en el escudo de Salamanca como un toro, gracias a una antigua leyenda que cuenta cómo un pastor lo descubrió escarbando junto a un árbol, en el mismo lugar donde descansaban los restos de un puente.
Los
Vettones, pueblo prerromano asentado en estas tierras antes de la conquista
romana, esculpieron estas figuras zoomórficas —toros, jabalíes o cerdos— como
emblemas de fertilidad y fuerza.
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